viernes, 29 de junio de 2007

Sole

¿De quién he de hablar, en la consecutividad de mi pensamiento frío y seco? Si no es de ti, Ausencia (que reclamas verdad sobre flamas).
Amor del tiempo que muere, eres todo para mí.
Eres nada cuando me siento completo.
He sabido de dolores y de noches tristes.
Del placer de una boca envolviendo mi carne y de las ganas mustias de venirte a ver. Todo lo sé contigo dentro (Desesperación mustia y cansada).
Mujer de viento.
Compañera insaciable de mi vicio…
Es entonces cuando tomo la fuerza necesaria para morir contigo: abrazados en un sólo cuerpo.
Atados a la cama de los excesos (tibios como el licor de la vida) tan azules como el Mar.
Tan negros como mi aliento.
Salgo de repente y veo que ya no estás, que ya te has ido.
Lloro y me baño de ti (con esos besos que hundiste en mí cuerpo entero, con esas ganas tan afiladas de comer juntos el mismo pan, los mismos senos, la misma yerba)
Por ti estoy aquí.
Es mi tiempo tu tiempo, y mi verdad la tuya…
Hoy y siempre.

Ojos

Tengo cerca tu boca (monte de árboles verdes y azules)
Tengo cerca tus ojos, como dos lunas
Sin miedo al firmamento
... y suena la palabra
Me vistes de sal y azahares
Hoy vivo con ríos de café surcando mis venas
Hoy muero
Muero enfrente de ti.

miércoles, 27 de junio de 2007

Martina

Dicen que la añoranza y la pretensión,
son hijas legítimas de la insatisfacción.

Que uno no es más sin el cuerpo a medias,
sin la mente intranquila y evaporada.
El cuerpo, el sexo, la mano del hombre y el ojo de Dios;
es lo más dulce y trágico que tenemos nosotros,

los que decimos estar vivos.
(Benjamín )

Cada mañana, Martina salía de su capullo de lana y madera verde. Olorosa a leña de bracero recién apagado, subía treinta y siete escalones hasta llegar a la cúpula de talavera.
Cuando el cielo estaba encapotado, Martina sólo recogía sus brazos y se quedaba así, un día, cinco lunas, un año. El tiempo necesario para regar su tristeza, en el vacío inmenso que desvestía la luna después del aguacero.
Martina se despierta a media noche. No le gustan las natas sobre el bolillo chamuscado que le enseñaron a desayunar. Prefiere salir al patio. Ahí se sienta sobre una piedra, espera cuatro o nueve libélulas: grandes, verdes, amarillas, rojas, carnudas.
Les quita sus alas, las guarda en el mandil y las cocina con manteca y tlanepa.
No sabe cuántos años tiene.
Cuando nació, el padre de Martina se encargó de que siempre lloviera los jueves por la noche. Danzaba o copulaba con la madre, siempre en busca del agua, de esos ventarrones que por la ventana adormecían a Martina.
Desde entonces, para conciliar el sueño, ella creyó en la humedad y el sonido de las lluvias, en vez de la leche tibia o sobaditas de azomiate.
Por alguna extraña razón, cada tres años, una de sus uñas crecía al disparejo de las otras. Cada que ocurría, se daba cuenta de que al cortarlas cambiaban su color.
Así, guardó cerca de trescientas cuarenta y ocho uñas, de todos colores; en un baúl, que con incrustaciones de ámbar, profetizaba el recelo de una caja de tiempo.
Un medio día, Martina sintió un fuerte dolor en la espalda. Se arrastró por el piso hasta llegar a su cama. Se envolvió en sus filetes de lana y se quedó dormida.
Al día siguiente, despertó convertida en una lánguida gota de rocío. No sabía el porqué de aquel sabor arenoso que le inundaba la boca.
En medio del desvarío, silbó de una manera tan hermosa y sutil, que de su jardín brotaron tres lombrices con escamas doradas y ojos turquesinos.
Al cuatro trago de saliva, volvió a llamar con el canto de su viento. Las lombrices, presurosas llegaron a posarse debajo de su cama, donde trenzadas se amaron, hasta descarnar una a una sus escamas.
Al verse desnudas, destruidas y avergonzadas, se arrastraron hasta llegar de nueva cuenta al jardín.
Ahí, se hundieron junto a un izote.
Martina parecía recuperar respiro a respiro la forma de su cuerpo. Entonces, del izote brotó un gran caracol, de un café casi tan hermoso y tan igual, como el de esas noches, cuando silenciosa, escuchaba tras la puerta de sus padres.
Con movimientos torpes, Arismateo, el caracol, subió hasta encontrarse con Martina, que desesperada lloró al verlo entrar. Entonces la tomó entre sus brazos de agua y tierra, y le ayudó a subir hasta su concha.
Encima de él, Martina gemía exorbitante.
Arismateo supo que la hora había llegado. Abrió el baúl y tragó cada una de las uñas. Recogió en un cántaro de leche las escamas doradas y entonó:
Canto húmedo y de tonalidades tristes, casi sepias.
Entonces, de su cuerpo rastrero, nacieron dos enormes alas azuladas. Arismateo abrazó el frágil cuerpo de Martina y voló…en el camino arrancó el ropaje de la niña.
Desnuda y con el frío de la noche, Martina le preguntó hasta dónde llegarían. Él no respondió. La abrazó fuerte y de un sólo tajo, arrancó un brazo, luego el otro.
Y así prosiguió, volando, aferrado al cuerpo mutilado de Martina, que para ese entonces, lloraba gruesas lágrimas de humo.
Martina sin sus brazos, hilvanaba su silbido, en el sortilegio que le resultaba de sentir su cuerpo pequeño, untado al húmedo y viscoso ser de Arismateo.
Cuando llegaron, ella se dio cuenta de que el sabor de aire era distinto, bajó y subió la mirada, una y otra vez.
Aquel era un lugar raro, distinto a su casa. Era como estar bajo el agua sin agallas.
Entonces comprendió, volteó la mirada y dijo:
- ¿Dónde estamos?
Arismateo destapó el cántaro, tomó un trago y dijo:
- Hoy estamos perdidos, mañana enamorados, después, después no sé…éste es nuestro destino por no saber estar solos.

lunes, 25 de junio de 2007

Retórica del Beso Tres


Se soltó la lluvia y la luz que entraba por la ventana se desvaneció. Habíamos permanecido no sé cuántas horas ahí. Recuerdo a Horacio destapando las cervezas. Como buen borracho, un encendedor fue suficiente para liberar el líquido de aquellas botellas.
Marina, entre sus piernas escogía la yerba, apartándole las semillas que después tiraba al piso. Yo miraba el aguacero, indagando la nostalgia que me producían las lluvias desde chavito.
De un rato a otro, las cervezas, las bocanadas espesas y olorientas de aquellos cigarros, arrastraron la plática del gusto por los besos fructuosos de Marina y de las imágenes que Horacio traía fragmentadas en su cámara; hasta la posibilidad de revivir el concepto del amor sin cuerpo… sin sexo.
Horacio pidió que el mundo se negara la posibilidad ecuánime de la diferencia entre hacer el amor y coger. Argumentó en el placer la redención que eleva al hombre de su entorno.
Marina le dio la razón acercándole su boca, de la que salió aquella lengua ávida y frágil. El beso duró más de lo previsto, quizá por el efecto de la yerba o por aquella tesis.
Mientras bebían de su saliva, tomé la libreta vieja de junto a la cama y dibujé un trazo mal hecho, simulando el estrujamiento de sus bocas. Entonces, me di cuenta que ella tenía los ojos abiertos. Seguía besándolo, dibujando remolinos con sus dedos, desde la nuca hasta el cuello de aquel fotógrafo amateur.
Después, saltó su mirada hasta donde estaba sentado.
Me miró fijamente y liberándose de la boca de Horacio, me dijo.
- ¡Ya vez que es fácil!
Me llamó a su lado y fui.
Entonces, después de darle un trago largo a la última cerveza, ella tomo la palabra y dijo que era muy fácil engañar al cuerpo. Afirmó que la verdad profetizada por Horacio era por mucho aceptable, pero que tenía que ir más allá.
- La diferencia entre el Alma y el Espíritu son mínimos, más cuando el Cuerpo se interpone entre los dos. Es como si los tres estuviéramos sentados en el mismo sillón. Yo en medio de los dos sería el Cuerpo. (asentó con el cigarro en la mano.)
- Más que apartar el compromiso del placer, debemos gozar el Cuerpo, después, ¡Después que se vaya a la verga lo que dice Horacio! (y soltó una carcajada.)
Entonces, Marina se quitó el trapo que le entibiaba el cuello y se lo puso a Horacio en la cabeza; tapándole los ojos. Desabotonó su camisa y siguió besándolo. Mientras lo hacía, su mano desabrochó mis pantalones y me acarició el pubis.
El beso que inició en la boca de Horacio bajó por el cuello y se alojó en el contorno de sus pezones, que para ese momento ya estaban erectos, como mi verga.
Marina se apartó de nuevo y se fue contra mí. Su boca tibia sabía a todo, menos a silencio y estaticidad. Tenía el sabor espeso de él en su lengua. Su mano seguía hurgando dentro de mis pantalones, que para entonces ya no los sentía. No necesité de un trapo mal amarrado en la cabeza para anular el cuadro de nuestras figuras.
Cuando abrí los ojos, me di cuenta que Horacio también pasaba gruesos tragos de saliva, mientras Marina ondulaba el movimiento de sus manos, desde mi verga hasta de él.
Parecía disfrutar su didáctica, en la retórica lenta de nuestros cuerpos embrutecidos aquel medio día. Con la boca desocupada, Marina se acercó a mi oído y después de lamerlo, me arrinconó poco a poco, hasta que tuve muy cerca la boca de Horacio. No desocupó sus manos.
Me hizo besarlo.
El placer que humedecía las manos de Marina, arrancó los temblores de nuestras espaldas, y los arrastró hasta la cavidad del beso. Cambié el nombre y la boca gruesa y áspera de Horacio, por la mano sabia de Marina que se ocupaba de mí.
Después de que Horacio dejó de mover su lengua dentro de mi boca, ella le desnudó la cabeza, liberando su mirada.
Marina repetía, indagando con su lengua los sabores de mi boca. Mientras lo hacía, tomó a Horacio por la nuca y lo acercó tanto, que sus alientos agitados no alcanzaban a salir cuando ya rondaban aquel beso.
Él sólo llevó su lengua al espacio vacío de nuestras bocas. Queriendo poseer la oquedad de nuestros cuerpos cuando escurría su saliva, con sus manos sujetando y empujando hasta abajo las de Marina, que mantenía nuestras vergas fuera del pantalón.
En ese momento, descubrí que mi boca podía encubar dos lenguas y a los seres extrasiados que las orquestaban. Supe que Marina era dueña de la teoría más cierta del hedonismo.
Ese día aprendí que es muy fácil engañar al cuerpo y que lo demás, ¡lo demás vale verga!

jueves, 21 de junio de 2007

Relatería Oaxaqueña

HISTÓRIA. La siguiente secuencialidad de textos, es un trabajo que realizó el autor de los mismos en una cantina de dudoso haber (el tugurio no tenía nombre, llamémosla así: la Cantina sin Nombre). Fue en la ciudad de Oaxaca, donde el 20 de Mayo del presente año, terminó bebiendo cerveza negra y unos tragos de mezcal, habiendo resultado lo que aquí se les presenta.


PERRA. Abre la puerta y camina hasta la barra. Le pregunta al cantinero dónde está. Él no sabe y se lo jura por su Madre. Ella, desesperada e incrédula, recorre la cantina entera nomás con la mirada. Mueve los ojos con impertinencia y tras el fallo de su búsqueda, suelta en llanto.
Eusebio, el despachador de cervezas, la toma del hombro y le dice:
- Lucrecia, pa´ qué lo buscas aquí, si hace un mes que te dejó para irse con la Josefina.

CERVEZA. La cerveza me relaja con la suavidad de un beso y con la furia del sexo. Es casi invisible su efecto (tan promiscuo que me aturde de a momento). Entiendo los espacios y los colores, en cantinas lúgubres y melancólicas, donde no habita mayor ruido que el del domingo…ese silencio ensordecedor que consume trago a trago la intención del momento; del acto propio de navegar sin alas, en barcos anchos y espesos como éste.

CANTINERA. ¿De qué madera están hechas las mesas de cantinas como ésta? Debe ser del árbol más fuerte o del más joven y aguantador, para soportar en cuatro patas la soledad de un borracho o el desamor del mundo entero, que sirve copa a copa, aquella mujer.


Primero

INICIO. Inicio con un beso mal prensado. Colgado del tubo salado que sostiene el autobús que me pasea. Pregunto si la luna es de queso panela o del queso que se anida entre los dedos del pie. Inicio loco, con la idea del color. Por que he de decirte que me gusta el verde, el rojo y el azul. Que me cuezan en leña verde, no más pa´ ver si de a de veras truena el chicharrón. Son las dos con veinte.