martes, 24 de julio de 2007

Julio

"...y sus labios sabían a fuego: era tabaco y cerveza"

Dicen que en Julio llueve. Yo Quiero que llueva en Julio. Que se rompa el sol que me harta. Tomar café. Beber vino. Escuchar. Tocar. Besar. Morder. Yo quiero que Julio pase rápido, para volver de nuevo y saber que no se fue.

miércoles, 11 de julio de 2007

La Garlopa

La garlopa es una cantina antiquísima. Un policía me dijo una vez que tiene más de sesenta años emborrachando gente. Después de la muerte de la excelsa “Chatita”, La Garlopa se volvió mi nueva guarida. Funesta, como deben ser las cantinas, se revela en la mera esquina del centro histórico. Hace unos días, sujetado a una cerveza oscura, salpiqué estos relatos verdaderos, escuchados y mirados.

La Cata. De quién voy a estar enamorado, si no es de mi Cata, la más bonita, la que me lleva lejos cuando la beso.
Ésta sí que es vieja ¡no chingaderas!
Me trae loquito, me habla después de la once y lueguito, lueguito voy por ella.
La tomo del talle y me vengo con ella pa´ la casa. La encuero todita y me la chingo. Total, es lo bueno de estar soltero.

Pócimas de Cantina. Doy el segundo trago de mi cerveza oscura y me doy cuenta que estoy sólo. La cantina se ve más grande que antes. Las cantineras y yo somos todo. La Elvira se levanta de la mesa y se acerca a la barra. Ahí recarga su gran estómago, aprisionado en la falda negra. Cruzamos miradas mientras merodea la cava con la mirada.
Después de rogarle a la mera mera, logra una docena de hielos en un cubo de plástico viejo. Inicia el ritual. Vierte chorro a chorro un poquito de cada botella: brandy, vodka, wisky, aguardiente, martini.
Yo le pregunto qué hace.
Nomás se ríe la muy cabrona.
Le propongo si es acaso la receta de la casa.
Suelta una carcajada.
Sigo bebiendo mi cerveza.
Sin darme cuenta, la Elvira va persignando una a una, las once mesas de la cantina. A cada una le marca la santa cruz con esa franela húmeda y borracha de aquel caldo de alcohol.
¡Hija de la chingada! Aunque sabe que la veo de reojo, no borra la sonrisilla traviesa de su cara gorda. Termina sus conjuros sobre las mesas y sale a echar la mitad de sus conjuros en cada una de las dos puertas.
Pasan dos minutos y llega un cliente, acabo mi cerveza y llegan dos más.

viernes, 6 de julio de 2007

La Nuit

Me escurro en sus cabellos, como el agua que baja por la ventana. No sé de qué color son sus ojos, pero tengo horas platicando con ella. Me ha dicho que le gusta el conejo con ajo. Que su padre bebe los domingos desde temprano, hasta llegar borracho a la cama donde lo descalza, arrancándole sus botas sucias y caminadas.
Llueve. Estamos desnudos y con poco tiempo para las pláticas de lo que sucede tras la puerta. Apago el cigarro. Entonces la tomo del cuello y le arranco tres besos. Le digo al oído lo que sucede dentro de mi vientre.
Desaloja las sábanas y me deja ahí. Bajo de su cuerpo veo todo distinto. Pareciera como si el viento de su movimiento elevara el rastro de nuestras formas. Encima de ella soy el mar que da forma a la piedra. Huelo la dulzura de su carne hundiéndose en la rigidez de la mía.
Sus cabellos, como serpientes de sombra, se enredan en la torpeza de mis manos. Seguimos así por mucho más tiempo, hasta quedarnos dormidos.
Al amanecer me doy cuenta que ya no está. Despierto menos loco, más salado y con las manos tibias. Entonces me levanto. Voy al baño y doy el primer tajo. Descubro que la velocidad no importa, siempre que haya una cantidad uniforme.
Así, gota a gota, me voy acercando; hasta que el frío se vuelve tibio. Me desvanezco. Entonces siento su mano apretando la mía. Pasa un aire turbio, con olor a metal y yerba. Los rezos confabulados llegan hasta donde me tienen colgado. Se abre una puerta y veo que es ella la que aparece.
Se acerca y me dice al oído: tranquilo, aquí no llueve.

jueves, 5 de julio de 2007

Cálculos Nocturnos

Me hundo en la palma del que vomita fuego
Estoy ahí por mucho tiempo
Ya no miro
Llego a creer en el sabor de la boca de Dios
Camino desesperado, fingiendo sobriedad estando borracho
Llega la noche y me besa la espalda
Me habla de la luna: que si está llena
O melindrosa (con cara de gajo menguante)
Pasan días
Pasan años
Despierto de nuevo y escribo esto.

domingo, 1 de julio de 2007

Leña para Miguelina

“Era una lluvia de ceniza.”



El bracero de Miguelina cocía el nixtamal para las tortillas de mañana.
Camilo, su esposo, siempre le decía:
- ¡Desperdiciada! Qué no ves que me parto el lomo para hacer leña y tú sigues ponele y ponele a la lumbre.
- Si ya acabastes, deja las puras brazas.
- Pa´ qué chingao sigues metiendo leña.
Miguelina era muda.
Mejor para Camilo, así no hacía más que gemir cuando llegaba aguardientado, y la golpeaba.
Desde los catorce, Miguelina, había sido su mujer. Mujer pequeña, morena, de cabellos largos y crespos, como de escobeta, negros.
El cañal de don Fausto era fuente de provisiones para el matrimonio. Los treinta pesos diarios no bastaban; ni para el aguardiente, ni para las morunas; menos para la comida.
Los conejos que atrapaba el fuego de la zafra, eran codiciados entre la cuadrilla de macheteros. Camilo había llevado tres en la semana.
¡Carne!, pensaba Miguelina.
Todos los días, a las cinco de la mañana, antes de que su gallo descubriera el sol, Miguelina, hacía rechinar el catre de tablas cuando se levantaba. Enfundaba los pies curtidos en sus huaraches de plástico y salía.
Cargando más de siete kilos de maíz, llegaba al molino de don Chilo. A las seis de la mañana ya estaba frente al bracero, moliendo la masa. Haciendo tortillas.
Marrano, su esquelético perro pinto, la veía, recostado a diario en la tibieza de las cenizas.
Todos los días era lo mismo.
Silencio.
Fuego.
Leña…
Soledad.
Por las noches, Miguelina, sabía que en su bracero encontraba la tranquilidad que no le daba su jacal.
Después de cocido el nixtamal, entraba y fingía dormir. Escurría su cuerpo cuando Camilo le abría las piernas, con esas manos callosas, negras, sucias de hoja de caña incendiada.
Cuando el animal de Camilo dejaba de embestir su cuerpo callado, Miguelina, hacía como que dormía. Casi flotando, escapaba del tufo de su esposo. Llegaba al calor de su bracero.
Ahí lloraba, evitando entonar el canto que su abuela le enseñó. Siempre terminaba haciéndolo, aunque no quisiera.
Su garganta se desplegaba, y la lengua olvidaba la rigidez de siempre. Poco a poco, su canto mecía, primero el azul, después el rojo y por último el dorado color de la lumbre. Sabía que no era desperdicio tener siempre fuego sobre el bracero.
Cuando los trozos de guayabo y de mulato se desdibujaban, para dar paso al rojo vivo de las negras brazas, Miguelina, desprendía primero una, después la otra de sus flacas piernas.
No había coyunturas sangrantes.
El canto seguía.
Suave.
Melancólico.
Triste.
Arrastrando el tronco de su cuerpo, Miguelina, aventaba sus piernas al bracero. Tenían que estar calientes, o al menos tibias. Recogía su cabello y lo unía en una trenza, escurrida, parca.
Y así, cada noche, hasta que las morunas de Camilo perdieron el filo, igual que sus golpes, igual que sus gritos. Cada noche el mismo canto, la misma trenza, el mismo llanto.
Una noche, Camilo cayó borracho en una zanja de la parcela, no se levantó jamás después de aquella noche lluviosa. Se ahogó sin saberlo.
Miguelina y su bracero, eran lo mismo. Cada noche ella cantaba y se iba al monte, sin piernas, ahí, desudaba su cuerpo y se bañaba con el agua que juntaban las vainas de los platanales.
Comía grillos y catarinas. Cortaba leña, siempre de guayabo y de mulato, sabía que esas no hacían humo.
Fue una noche, que cargada con su leña, Miguelina, llegó al bracero. Tiró los trozos de madera y un montón de jinicuiles que había cortado de regreso.
No le dio tiempo de voltear, cuando sintió que su cuerpo le quemaba. Convulsa, apretujaba su garganta, queriendo cantar otra vez.
Se arrastró hasta chocar con las patas del bracero, alzó la mano, intentando encontrar sus piernas entre las brazas. Se quemó y no las halló.
Una muchedumbre llegó de repente. Era un griterío de gente enardecida, con candiles, palos y machetes.
Una vieja con el mandil manchado con masa, doña Enedina, gritó:
- ¡Ya ven!, se los dije, esta pinche muda es la que nos ha estado robando.
- ¡Maldita bruja!
- ¡Mátenla!
Miguelina, cerró los ojos y no los abrió jamás.
Afuera, Marrano corría con sus piernas, que momentos antes los ardorosos y furios campesinos habían tirado a la calle. Las llevó lejos, hasta la orilla del río, donde las echó.
Después de la muerte de Miguelina, todo el pueblo sufrió. La caña no crecía, era seca y de más bagazo que caña. Del café sólo volvieron a ver su flor. Nunca volvió a brotar por bultos. La lluvia se olvidó en la mente del pueblo. Pasaron años, hasta que ningún árbol quedó vivo. Fue entonces cuando hubo leña suficiente.

Yo estoy de paso. Lo que aquí les cuento es lo que me dijo don Pedro en la cantina, después de haber ido al ingenio. Es más, dicen que cuando queman los cañales en la noche, la lluvia de ceniza ya no cae sobre el pueblo, se va, como si la soplara un aire misterioso.
Hay quienes dicen que por la madrugada, el río se detiene, y que a lo lejos, se puede ver una luz brillante en el bracero de Miguelina, donde una totola grade, negra, brillosa, se pasea.
Es Miguelina.