domingo, 15 de agosto de 2010

El Huizache



Minutos antes de la media noche lo escuchó de nuevo. Era la cuarta ocasión que se levantaba con la boca seca, pastosa por la ansiedad de un trago de agua. Se levantó de la cama, caminó hasta el perol de barro, y ahí, frente a la venta, mitigó la sed a grandes tragos.

Los chorros de luz que escurrían de la luna, dibujaron en el piso de tierra la silueta de una mujer embarazada. Con el jarro aún en la mano, asomó un poco la cabeza, revisando por detrás de su jacal. Los cochinos estaban recostados en sus chiqueros, dormidos como Eliseo, su esposo.

Pensó que aquel sonido era por los nervios de cualquier parturienta. Doña Jacinta, la comadrona del pueblo, le había dicho que días antes del parto le vendrían unos temblores bajo las rodillas y quizá uno que otro susto, pero que era normal.

Estela, a sus dieciséis años, era una mujer delgada, casada por órdenes de su padre, don Gamaliel. Tenía los ojos negros y profundos, una cabellera negra que siempre trenzaba. Le faltaban pocos días para convertirse en madre.

Recostada junto al cuerpo ancho y largo de Eliseo, intentaba dormirse cuando un leve soplido de viento le recorrió las piernas. Aquel escalofrío la hizo levantarse de un sólo brinco.

El sonido iba creciendo, avanzaba cada vez más, mientras su respiración le incomodaba el vientre abultado. Intentó levantar a Eliseo, pero el aguardiente que lo emborrachó impidió sentir los tirones de Estela queriendo despertarlo.

Era un silbido fúnebre que le daba miedo. El aire iba levantando el sonido de aquellas pisadas que brotaban entre la hojarasca. Agarró el chal y se lo cruzó, caminó de nuevo hasta la ventana, pasó un trago grueso de saliva y asomó la mirada.

Revisó el patio oscuro, el bracero, los chiqueros, el lavadero y no vio nada. Pero seguía escuchando el sonido. Sintió eso que se siente cuando alguien te observa, la punzada que atraviesa el seño y se clava hasta la nuca; de inmediato volteó y se quedó helada.

Bajo del Huizache, la sombra de sus hojas arremolinaban ése sonido, no había nada, nada que fuera visible, pero los vellos de la espalda se le erizaron cuando fijó su mirada en la oscuridad de aquél árbol. Sintió los ojos que le miraban, mientras el silbido se hacía más y más fuerte…

- Te juro que era como si alguien estuviera silbando, así como luego chifla el que vende las ollas. ¡No estoy loca! El huizache me estaba viendo y me silbaba. - dijo llorosa la débil Estela, al somnoliento Eliseo que se levantó tras los gritos de su esposa-

Al día siguiente, se levantó antes de la seis de la mañana. Se vistió y caminó hasta la casa de la comadrona. La despertó con sus toquidos.

- ¡Doña Jacinta, ábrame! ¡Doña Jacinta!

- ¿Qué tienes, chamaca, porqué tocas de esa manera?

- Ay doñita, ayer en la noche volví a escuchar esa chingadera. Se lo juro por Diosito que no estoy loca. Ahora sentí que me miraba, bien clarito divisé que estaba bajo del huizache.

- ¡Pinche chamaca! Ya te dije que no pasa nada. Segurito es un pájaro.

- ¡Chingaos, por qué nadie me cree!

Doña Jacinta trajo al mundo a Estela, a su hermano Ruperto, a Esteban y a la malograda Elvia, que a los tres meses murió de Sarampión. Era la única partera de todo Tuxpango, conocía la medicina con yerbas, las limpias con azomiate, albacar y copal; sacaba los malos aires con huevos de totola y curaba el empacho con emulsiones que sólo vendían en el pueblo de al lado.

- A ver Estelita ¿seguro no era un animal? acuérdate que los Tlaconetes hacen como pollos buscando comida, los gatos parecen chamacos sin mamila cuando andan buscando hembra. No te preocupes, te digo que antes del primer escuincle siempre se sueñan cosas raras. Mi madre decía que era por que uno está retonta y que traer un hijito al mundo es cosa de Dios.

- De veras, ni el padre nuestro me salió de la boca cuando escuché eso que cantaba. Bueno, es que no cantaba, era como un silbido, le digo al Eliseo que era una canción como la que luego chifla el señor ese que vende las casuelas ¿lo ha escuchado?

El seño de la anciana se contrajo cuando Estela le dijo que era un silbido entonado lo que había escuchado. Le vinieron a la mente historias cargadas de imágenes, murmullos, recuerdos; mientras las venas de sus piernas acarreaban sangre helada hasta la punta de sus dedos.

- ¿No era algo así? - preguntó la partera, para luego silbar un canto casi idéntico al que había escuchado la temblorosa mujer preñada-

- ¡Así, así era Jacintita, pero cállese por favor!

De los labios pequeños y arrugados de la curandera, escuchó la historia de un Nahual, no de aquellos que roban ganado o víveres, ni de los que se les ve caminando a dos patas siendo cuadrúpedos, tampoco de ésos que se les reconoce por la mirada y el andar. Le contó de los Nahuales que se enamoran.

- Ay chamaca, pocas mujeres han escuchado algo así. Verás, los Nahuales casi siempre andan en busca de comida, de un cochino, algunas gallinas o un costal de maíz; pero también hay solitarios y con más miedo que el mismo Cristo antes de la cruz. Ésos son los más canijos.

- Pero yo qué hice doñita. No sé porqué escucho eso, siento harto miedo, más por mi chilpayate que ya casi nace. Tengo miedo de que algo malo nos pase.

- Aunque no lo creas, ellos son como nosotros, es difícil saber quién tiene el don, pero los hay, siempre los ha habido. El que a ti te sigue no es por hambre, no, a ti te sigue por que le gustas. Se enamoró de ti.

Después de escuchar la historia, Estela se quedó sin habla. No sabia porqué ella, no sabía nada; sólo sintió el miedo que le traía el recuerdo de aquella cosa.

Jacinta le agarró la mano y la llevó al lindero de su casa. Entre las ramas de monacillos, cortaron decenas de sus flores, unas tantas del izote que florecía, algunos tulipanes blancos y siete pares de rosas de castilla. Con una mano, Jacinta sostenía las flores sobre su mandil y con la otra acariciaba el negro cabello de Estela, mientras caminaban sin rumbo aparente.

Al llegar al río, Chinta, como le decían en el pueblo, sacó de entre sus ropas un cigarro sin filtro y lo encendió. Cada bocanada de tabaco salía de su boca para escurrirse en el cuerpo de la parturienta. Antes de terminar el cigarro, Jacinta susurró una oración que Estela no logró entender.

La abrazó fuerte y la acomodó frente de ella, dándole la espalda al río.

- Toma una a una estas flores y aviéntalas al río. No voltees, no tengas miedo, nada te va a pasar mi´ja.

Y así, una a una, las flores cayeron al río. Cada que alzaba la mano para tirarlas, Estela sentía algo extraño cabalgándole la espalda. Antes de que cayera la última flor, Jacinta le dio una bofetada.

- ¡Despierta chamaca! No tengas miedo, ya verás que nada te va a pasar –y luego la abrazó.

Aquella mujer acompañó a Estela hasta su casa. La dejó tranquila después de varios consejos para evitar que aquél Nahual siguiera buscándola.

- Uno no sabe qué es lo que quieren esas cosas. Pero si te canta, seguro es porque se enamoró de ti. Casi nadie lo sabe, pero los Nahuales también buscan una pareja, alguien que les haga menos pesada la vida. Son como uno, como tú, como yo. Debes traer contigo siempre un puño de sal y si lo llegas a escuchar de nuevo, o peor aún, si lo ves, luego luego se lo avientas encima. Así no podrá regresar a la forma de su cuerpo. Casi siempre son perros, también caballos, gatos, hasta cerdos; pero no temas Estelita, ya verás que no te pasa nada. De todas formas antes de dormir échate un trago de agua bendita -y le entregó una garrafa llena de aquel líquido.

Pálida y sin hambre, la muchachita se metió a su casa de madera, atrancó la puerta con un palo de guayabo. Sin ganas, buscó unos huevos en el corral, arrancó tres tomates, le quitó la cola a un puñado de chiles y se puso a cocinar.

Eliseo llegó después de las seis de la tarde. Ebrio, como era su costumbre después de la raya en tiempos del corte de café. Ella intentó decirle lo que pasaba, pero fue inútil. Se quedó dormido después de comer como nigua.

El sueño le ganó al miedo y se quedó dormida. Justo a la misma hora, aquél sonido la despertó, se puso de pie, pero extrañamente no tenía tanto miedo como las otras noches.

Después de mitigar la sed, en vez de dejar el jarro, lo estrelló contra la mesa, mientras su mirada revisaba las cuatro paredes de la vetusta casa. Tomó uno a uno los pedazos de barro y los masticó poco a poco, hasta no dejar nada.

Era extraño, pero como el antojo de cualquier embarazada, la ansiedad por engullir el sabor de la humedad le resultaba necesario, era como morder el aroma de la tierra después del aguacero: comía tierra mojada.

Se armó de valor y destrancó la puerta. Nunca lo hubiera imaginado, pero salió de su casa, escuchando el silbido que tanto miedo le producía. En la mano izquierda llevaba un rosario y en la otra, un puño de sal.

Los huaraches de plástico hacían ruido al caminar y se los quitó. Cuando llegó cerca del Huizache, sintió de pronto esa mirada que le punzaba hasta el alma. Era el ruido triste que socavaba dentro de sus entrañas.

Un viento helado mecía las hojas dormidas del Huizache, como la mano que acaricia la espalda de una bestia.

Estela respiró hondo y abrió la boca.

- ¿Quién es? ¿Qué quiere? ¡Dígame que tengo miedo!

De la sombra ancha que chorreaba el ramaje, brotaron dos ojos rojos, brillantes y acuosos como pitahayas. El canto se escuchaba cada vez más cerca, mientras ésa mirada avanzaba hacia ella.

De pronto, un perro negro, con el pelaje grueso y grasiento, apareció de la oscuridad. Grande y erguido, a cada paso, el animal se acercó tanto a Estela que pudo sentir su aliento detrás de las rodillas.

Aunque intentó no verle, su instinto le hizo bajar la mirada, para darse cuenta de que el hocico del animal entonaba aquella canción cada vez más cerca. Merodeaba alrededor de la pálida mujer, como el can que busca pelea con su contrincante. Después de tres o cuatro vueltas, esa cosa se detuvo frente a ella y habló.

- ¿Por qué tienes miedo? No te voy a hacer nada. Tú no sabes quién soy, pero sé que ya me has visto. Te he seguido desde antes que el borracho de tu marido te embarazara. Sé cuántas veces te escarmenas el cabello, he contado los pasos que das antes de llegar al molino, te he escuchado llorar de coraje, de tristeza y ahora, por mi culpa, de miedo. Estela, yo no podría hacerte nada. Sólo quiero que seas mi mujer.

La mujer exprimió la poca fuerza que aún quedaba en sus manos y trató de aventarle el puñado sudoroso de sal. El intento fue inútil. Aquel animal se acercó y empezó a lamer suavemente entre sus dedos entumecidos. Ésa lengua, áspera y tibia, hizo del cuerpo de Estela una laja de piedra.

Se quedó inmóvil, sin poder girar la cabeza hacia el cuerpo del animal, que poco a poco avanzó hasta quedar justo detrás de ella. El pulso de su corazón era tan fuerte que pudo ver cómo el escapulario vibraba entre sus senos inflamados por el calostro.

Un viento fresco corrió justo detrás de ella, desatándole su larga trenza. No imaginó sentir unas manos anchas y callosas despejándole el cabello de la nuca, donde la boca de alguien le sembró un beso frío.

En ese momento, pudo abrir de nuevo la boca y gritar. Y lo hizo hasta que se desmayó.

Al día siguiente todo el pueblo hablaba de lo mismo.

- ¿Ya supiste lo de Estelita, la mujer del Eliseo?

- Para mí que andaba en malos pasos y por eso le pasó lo que le pasó.

- No comadrita, si a mi me dijeron que todas las mañanas un santanero la acompañaba al molino.

- Y el pobre Eliseo con los cortadores en el cafetal.

- Pues a mi Jacinta me dijo que no anduviera con más chismes ¡porque así nos ha de ir donde aparezca el chilpayate!

- ¡Ay tu! ¿Apoco crees que de veras fue cierto lo del Nahual?

Aquella noche, Eliseo perdió el color cuando al salir de su casa vio tirada a su mujer, recostada en un charco de sangre que brotaba de entre sus piernas. Estela sollozaba y hurgaba el vientre que ya no guardaba a su hijo.

A los lejos, el llanto de la criatura se ahogaba entre los árboles, mientras los gritos de Eliseo se confundían con el canto de los tecolotes.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Terciopelo

Sucumbo ante la noche, por aquellas grietas donde el diablo cosecha sus almas
y ladro los cánticos malditos del amor que profesa la muerte
y sigo contento
abatido por el dolor de no tenerte
muerto dentro del espejo que descubrió nuestra muerte
porque soy yo aquél que deslumbró las habitaciones del universo
ese trago amargo que desnuda la voluntad del adolescente cuando goza,
el remedio triste y longevo de los perfumes baratos en aquella orgía donde la Iglesia desnuda sus letras…
voy caminando por donde tu lo hiciste
hundiendo mis filosos huesos después del parto
acabando por completo el destello del humilde
masticando sus recuerdos
comiendo los senos de mi madre en el sexo de mi hermano
crucificando la histeria pletórica del poeta que finge su propia vida
carcomiendo la sangre que levanta templos y gemidos en la boca de la puta infame

incauto
perdedor sublime
artificio lúcido de tu sexo que clama por mi nombre
camino lúgubre por donde andan las estrellas que penetró el silencio,
cuerpo celestial que nada cambia…
todo hoy, todo siempre.

lunes, 31 de mayo de 2010

El Axolotl

En tus manos galopan los suspiros de mi tristeza
que sueñan con la mirada tierna de tus palabras:
aquél humo de caracola que vuela
martirio de mis hombros enamorados
Dios benévolo de muerte que gime después del parto
...camino santo por donde la luna florece

lunes, 19 de abril de 2010

II

Quiero ser yo quien te cuide las noches
para procurarte el sol y la luna
(a cucharadas lentas, tibias o frías)
levantarme temprano
observarte recostado
pleno, muero de tan bello...
y caminar hasta la cocina
preparar dos tazas de café y regresar a la cama
mirarte de nuevo
expirar sobre las tazas
y sentir que amanecemos de nuevo.

I

De noche me doy a ti
cuando estoy a solas y tu recuerdo se azota contra mis piernas
te pienso y de un momento a otro
salta de mi pecho el canto ríspido del mar
la tristeza del silencio
y la voluntad de mis deseos
...te pienso, solo eso.

lunes, 22 de febrero de 2010

El son de tus ojos

Son tus ojos laguna viva donde reposa la luna

patio fesco por donde rondan aullidos

y los hilos frescos del viento

el silencio más triste

después de mirar atrás

y saber que todo...

¡que nada es cierto!

viernes, 1 de enero de 2010

Recado 2

Eran silencios pausados...
antecediendo las fauces del remolino azul
que jamás guardó silencio

Recado 1

Amo la blancura de tu desnudez
(esa manta tibia de avena y miel
que jamás guarda silencio cuando me recuesto sobre de ella)