lunes, 12 de noviembre de 2007

Sacados del vientre de la madre

Abrí los ojos y seguías ahí.
Con los ojos hechos flor.
Con la boca silbando el canto de la belleza.
Escurría de tus labios, hasta la punta de tus dedos amarrados a mi cuerpo despierto.
Bebimos mucho.
Bebimos la noche y sus penas.
Los pájaros de aluminio y las malas palabras: amor, soledad, juicio…belleza.

De tus pies cansados nació el grito de una mano.
De un momento a otro estuviste cerca, muy cerca.
Tanto, que de mi boca se escaparon siete lenguas.
Y todas ellas te besaron, clavándote el veneno de mi tristeza.

No recuerdo qué momento fue, pero abrí los ojos abrazado en ti.
Subimos lentos.
Nos recostamos sin agua ni fuerzas para odiar el amor.
Sentí tus alientos de yerba fresca.

Tu cuerpo entero.
Amplio.
Cálido.
Etéreo.

Fuiste durante la noche la ropa de mis miedos.
El río fresco donde se ahogó mi deseo.
Amante intáctil.
Lúcido chorro de luz y fuego.
Abriste los ojos después de haber galopado sobre tu seño.

Tras arrancarte el rostro para guardarlo en mí pecho.
Me diste un beso pequeño.
Te fuiste rápido.

Cabalgando la sirena de plata, que luminosa esperó toda la noche.

sábado, 25 de agosto de 2007

La luz del mar

Y caminaban las olas, gritando que el sol ya no se pondría jamás.
La roca húmeda de aquella orilla, alzó la voz y les dijo que era mentira. Que la luz del sol nacería toda la noche, todos los días.
Ellas, las olas, repusieron: eso es mentira, el sol morirá, no habrá luz para iluminar nuestros cabellos.
La piedra insistió: les digo que no morirá…es la noche el día y la luna el sol.

martes, 24 de julio de 2007

Julio

"...y sus labios sabían a fuego: era tabaco y cerveza"

Dicen que en Julio llueve. Yo Quiero que llueva en Julio. Que se rompa el sol que me harta. Tomar café. Beber vino. Escuchar. Tocar. Besar. Morder. Yo quiero que Julio pase rápido, para volver de nuevo y saber que no se fue.

miércoles, 11 de julio de 2007

La Garlopa

La garlopa es una cantina antiquísima. Un policía me dijo una vez que tiene más de sesenta años emborrachando gente. Después de la muerte de la excelsa “Chatita”, La Garlopa se volvió mi nueva guarida. Funesta, como deben ser las cantinas, se revela en la mera esquina del centro histórico. Hace unos días, sujetado a una cerveza oscura, salpiqué estos relatos verdaderos, escuchados y mirados.

La Cata. De quién voy a estar enamorado, si no es de mi Cata, la más bonita, la que me lleva lejos cuando la beso.
Ésta sí que es vieja ¡no chingaderas!
Me trae loquito, me habla después de la once y lueguito, lueguito voy por ella.
La tomo del talle y me vengo con ella pa´ la casa. La encuero todita y me la chingo. Total, es lo bueno de estar soltero.

Pócimas de Cantina. Doy el segundo trago de mi cerveza oscura y me doy cuenta que estoy sólo. La cantina se ve más grande que antes. Las cantineras y yo somos todo. La Elvira se levanta de la mesa y se acerca a la barra. Ahí recarga su gran estómago, aprisionado en la falda negra. Cruzamos miradas mientras merodea la cava con la mirada.
Después de rogarle a la mera mera, logra una docena de hielos en un cubo de plástico viejo. Inicia el ritual. Vierte chorro a chorro un poquito de cada botella: brandy, vodka, wisky, aguardiente, martini.
Yo le pregunto qué hace.
Nomás se ríe la muy cabrona.
Le propongo si es acaso la receta de la casa.
Suelta una carcajada.
Sigo bebiendo mi cerveza.
Sin darme cuenta, la Elvira va persignando una a una, las once mesas de la cantina. A cada una le marca la santa cruz con esa franela húmeda y borracha de aquel caldo de alcohol.
¡Hija de la chingada! Aunque sabe que la veo de reojo, no borra la sonrisilla traviesa de su cara gorda. Termina sus conjuros sobre las mesas y sale a echar la mitad de sus conjuros en cada una de las dos puertas.
Pasan dos minutos y llega un cliente, acabo mi cerveza y llegan dos más.

viernes, 6 de julio de 2007

La Nuit

Me escurro en sus cabellos, como el agua que baja por la ventana. No sé de qué color son sus ojos, pero tengo horas platicando con ella. Me ha dicho que le gusta el conejo con ajo. Que su padre bebe los domingos desde temprano, hasta llegar borracho a la cama donde lo descalza, arrancándole sus botas sucias y caminadas.
Llueve. Estamos desnudos y con poco tiempo para las pláticas de lo que sucede tras la puerta. Apago el cigarro. Entonces la tomo del cuello y le arranco tres besos. Le digo al oído lo que sucede dentro de mi vientre.
Desaloja las sábanas y me deja ahí. Bajo de su cuerpo veo todo distinto. Pareciera como si el viento de su movimiento elevara el rastro de nuestras formas. Encima de ella soy el mar que da forma a la piedra. Huelo la dulzura de su carne hundiéndose en la rigidez de la mía.
Sus cabellos, como serpientes de sombra, se enredan en la torpeza de mis manos. Seguimos así por mucho más tiempo, hasta quedarnos dormidos.
Al amanecer me doy cuenta que ya no está. Despierto menos loco, más salado y con las manos tibias. Entonces me levanto. Voy al baño y doy el primer tajo. Descubro que la velocidad no importa, siempre que haya una cantidad uniforme.
Así, gota a gota, me voy acercando; hasta que el frío se vuelve tibio. Me desvanezco. Entonces siento su mano apretando la mía. Pasa un aire turbio, con olor a metal y yerba. Los rezos confabulados llegan hasta donde me tienen colgado. Se abre una puerta y veo que es ella la que aparece.
Se acerca y me dice al oído: tranquilo, aquí no llueve.

jueves, 5 de julio de 2007

Cálculos Nocturnos

Me hundo en la palma del que vomita fuego
Estoy ahí por mucho tiempo
Ya no miro
Llego a creer en el sabor de la boca de Dios
Camino desesperado, fingiendo sobriedad estando borracho
Llega la noche y me besa la espalda
Me habla de la luna: que si está llena
O melindrosa (con cara de gajo menguante)
Pasan días
Pasan años
Despierto de nuevo y escribo esto.

domingo, 1 de julio de 2007

Leña para Miguelina

“Era una lluvia de ceniza.”



El bracero de Miguelina cocía el nixtamal para las tortillas de mañana.
Camilo, su esposo, siempre le decía:
- ¡Desperdiciada! Qué no ves que me parto el lomo para hacer leña y tú sigues ponele y ponele a la lumbre.
- Si ya acabastes, deja las puras brazas.
- Pa´ qué chingao sigues metiendo leña.
Miguelina era muda.
Mejor para Camilo, así no hacía más que gemir cuando llegaba aguardientado, y la golpeaba.
Desde los catorce, Miguelina, había sido su mujer. Mujer pequeña, morena, de cabellos largos y crespos, como de escobeta, negros.
El cañal de don Fausto era fuente de provisiones para el matrimonio. Los treinta pesos diarios no bastaban; ni para el aguardiente, ni para las morunas; menos para la comida.
Los conejos que atrapaba el fuego de la zafra, eran codiciados entre la cuadrilla de macheteros. Camilo había llevado tres en la semana.
¡Carne!, pensaba Miguelina.
Todos los días, a las cinco de la mañana, antes de que su gallo descubriera el sol, Miguelina, hacía rechinar el catre de tablas cuando se levantaba. Enfundaba los pies curtidos en sus huaraches de plástico y salía.
Cargando más de siete kilos de maíz, llegaba al molino de don Chilo. A las seis de la mañana ya estaba frente al bracero, moliendo la masa. Haciendo tortillas.
Marrano, su esquelético perro pinto, la veía, recostado a diario en la tibieza de las cenizas.
Todos los días era lo mismo.
Silencio.
Fuego.
Leña…
Soledad.
Por las noches, Miguelina, sabía que en su bracero encontraba la tranquilidad que no le daba su jacal.
Después de cocido el nixtamal, entraba y fingía dormir. Escurría su cuerpo cuando Camilo le abría las piernas, con esas manos callosas, negras, sucias de hoja de caña incendiada.
Cuando el animal de Camilo dejaba de embestir su cuerpo callado, Miguelina, hacía como que dormía. Casi flotando, escapaba del tufo de su esposo. Llegaba al calor de su bracero.
Ahí lloraba, evitando entonar el canto que su abuela le enseñó. Siempre terminaba haciéndolo, aunque no quisiera.
Su garganta se desplegaba, y la lengua olvidaba la rigidez de siempre. Poco a poco, su canto mecía, primero el azul, después el rojo y por último el dorado color de la lumbre. Sabía que no era desperdicio tener siempre fuego sobre el bracero.
Cuando los trozos de guayabo y de mulato se desdibujaban, para dar paso al rojo vivo de las negras brazas, Miguelina, desprendía primero una, después la otra de sus flacas piernas.
No había coyunturas sangrantes.
El canto seguía.
Suave.
Melancólico.
Triste.
Arrastrando el tronco de su cuerpo, Miguelina, aventaba sus piernas al bracero. Tenían que estar calientes, o al menos tibias. Recogía su cabello y lo unía en una trenza, escurrida, parca.
Y así, cada noche, hasta que las morunas de Camilo perdieron el filo, igual que sus golpes, igual que sus gritos. Cada noche el mismo canto, la misma trenza, el mismo llanto.
Una noche, Camilo cayó borracho en una zanja de la parcela, no se levantó jamás después de aquella noche lluviosa. Se ahogó sin saberlo.
Miguelina y su bracero, eran lo mismo. Cada noche ella cantaba y se iba al monte, sin piernas, ahí, desudaba su cuerpo y se bañaba con el agua que juntaban las vainas de los platanales.
Comía grillos y catarinas. Cortaba leña, siempre de guayabo y de mulato, sabía que esas no hacían humo.
Fue una noche, que cargada con su leña, Miguelina, llegó al bracero. Tiró los trozos de madera y un montón de jinicuiles que había cortado de regreso.
No le dio tiempo de voltear, cuando sintió que su cuerpo le quemaba. Convulsa, apretujaba su garganta, queriendo cantar otra vez.
Se arrastró hasta chocar con las patas del bracero, alzó la mano, intentando encontrar sus piernas entre las brazas. Se quemó y no las halló.
Una muchedumbre llegó de repente. Era un griterío de gente enardecida, con candiles, palos y machetes.
Una vieja con el mandil manchado con masa, doña Enedina, gritó:
- ¡Ya ven!, se los dije, esta pinche muda es la que nos ha estado robando.
- ¡Maldita bruja!
- ¡Mátenla!
Miguelina, cerró los ojos y no los abrió jamás.
Afuera, Marrano corría con sus piernas, que momentos antes los ardorosos y furios campesinos habían tirado a la calle. Las llevó lejos, hasta la orilla del río, donde las echó.
Después de la muerte de Miguelina, todo el pueblo sufrió. La caña no crecía, era seca y de más bagazo que caña. Del café sólo volvieron a ver su flor. Nunca volvió a brotar por bultos. La lluvia se olvidó en la mente del pueblo. Pasaron años, hasta que ningún árbol quedó vivo. Fue entonces cuando hubo leña suficiente.

Yo estoy de paso. Lo que aquí les cuento es lo que me dijo don Pedro en la cantina, después de haber ido al ingenio. Es más, dicen que cuando queman los cañales en la noche, la lluvia de ceniza ya no cae sobre el pueblo, se va, como si la soplara un aire misterioso.
Hay quienes dicen que por la madrugada, el río se detiene, y que a lo lejos, se puede ver una luz brillante en el bracero de Miguelina, donde una totola grade, negra, brillosa, se pasea.
Es Miguelina.

viernes, 29 de junio de 2007

Sole

¿De quién he de hablar, en la consecutividad de mi pensamiento frío y seco? Si no es de ti, Ausencia (que reclamas verdad sobre flamas).
Amor del tiempo que muere, eres todo para mí.
Eres nada cuando me siento completo.
He sabido de dolores y de noches tristes.
Del placer de una boca envolviendo mi carne y de las ganas mustias de venirte a ver. Todo lo sé contigo dentro (Desesperación mustia y cansada).
Mujer de viento.
Compañera insaciable de mi vicio…
Es entonces cuando tomo la fuerza necesaria para morir contigo: abrazados en un sólo cuerpo.
Atados a la cama de los excesos (tibios como el licor de la vida) tan azules como el Mar.
Tan negros como mi aliento.
Salgo de repente y veo que ya no estás, que ya te has ido.
Lloro y me baño de ti (con esos besos que hundiste en mí cuerpo entero, con esas ganas tan afiladas de comer juntos el mismo pan, los mismos senos, la misma yerba)
Por ti estoy aquí.
Es mi tiempo tu tiempo, y mi verdad la tuya…
Hoy y siempre.

Ojos

Tengo cerca tu boca (monte de árboles verdes y azules)
Tengo cerca tus ojos, como dos lunas
Sin miedo al firmamento
... y suena la palabra
Me vistes de sal y azahares
Hoy vivo con ríos de café surcando mis venas
Hoy muero
Muero enfrente de ti.

miércoles, 27 de junio de 2007

Martina

Dicen que la añoranza y la pretensión,
son hijas legítimas de la insatisfacción.

Que uno no es más sin el cuerpo a medias,
sin la mente intranquila y evaporada.
El cuerpo, el sexo, la mano del hombre y el ojo de Dios;
es lo más dulce y trágico que tenemos nosotros,

los que decimos estar vivos.
(Benjamín )

Cada mañana, Martina salía de su capullo de lana y madera verde. Olorosa a leña de bracero recién apagado, subía treinta y siete escalones hasta llegar a la cúpula de talavera.
Cuando el cielo estaba encapotado, Martina sólo recogía sus brazos y se quedaba así, un día, cinco lunas, un año. El tiempo necesario para regar su tristeza, en el vacío inmenso que desvestía la luna después del aguacero.
Martina se despierta a media noche. No le gustan las natas sobre el bolillo chamuscado que le enseñaron a desayunar. Prefiere salir al patio. Ahí se sienta sobre una piedra, espera cuatro o nueve libélulas: grandes, verdes, amarillas, rojas, carnudas.
Les quita sus alas, las guarda en el mandil y las cocina con manteca y tlanepa.
No sabe cuántos años tiene.
Cuando nació, el padre de Martina se encargó de que siempre lloviera los jueves por la noche. Danzaba o copulaba con la madre, siempre en busca del agua, de esos ventarrones que por la ventana adormecían a Martina.
Desde entonces, para conciliar el sueño, ella creyó en la humedad y el sonido de las lluvias, en vez de la leche tibia o sobaditas de azomiate.
Por alguna extraña razón, cada tres años, una de sus uñas crecía al disparejo de las otras. Cada que ocurría, se daba cuenta de que al cortarlas cambiaban su color.
Así, guardó cerca de trescientas cuarenta y ocho uñas, de todos colores; en un baúl, que con incrustaciones de ámbar, profetizaba el recelo de una caja de tiempo.
Un medio día, Martina sintió un fuerte dolor en la espalda. Se arrastró por el piso hasta llegar a su cama. Se envolvió en sus filetes de lana y se quedó dormida.
Al día siguiente, despertó convertida en una lánguida gota de rocío. No sabía el porqué de aquel sabor arenoso que le inundaba la boca.
En medio del desvarío, silbó de una manera tan hermosa y sutil, que de su jardín brotaron tres lombrices con escamas doradas y ojos turquesinos.
Al cuatro trago de saliva, volvió a llamar con el canto de su viento. Las lombrices, presurosas llegaron a posarse debajo de su cama, donde trenzadas se amaron, hasta descarnar una a una sus escamas.
Al verse desnudas, destruidas y avergonzadas, se arrastraron hasta llegar de nueva cuenta al jardín.
Ahí, se hundieron junto a un izote.
Martina parecía recuperar respiro a respiro la forma de su cuerpo. Entonces, del izote brotó un gran caracol, de un café casi tan hermoso y tan igual, como el de esas noches, cuando silenciosa, escuchaba tras la puerta de sus padres.
Con movimientos torpes, Arismateo, el caracol, subió hasta encontrarse con Martina, que desesperada lloró al verlo entrar. Entonces la tomó entre sus brazos de agua y tierra, y le ayudó a subir hasta su concha.
Encima de él, Martina gemía exorbitante.
Arismateo supo que la hora había llegado. Abrió el baúl y tragó cada una de las uñas. Recogió en un cántaro de leche las escamas doradas y entonó:
Canto húmedo y de tonalidades tristes, casi sepias.
Entonces, de su cuerpo rastrero, nacieron dos enormes alas azuladas. Arismateo abrazó el frágil cuerpo de Martina y voló…en el camino arrancó el ropaje de la niña.
Desnuda y con el frío de la noche, Martina le preguntó hasta dónde llegarían. Él no respondió. La abrazó fuerte y de un sólo tajo, arrancó un brazo, luego el otro.
Y así prosiguió, volando, aferrado al cuerpo mutilado de Martina, que para ese entonces, lloraba gruesas lágrimas de humo.
Martina sin sus brazos, hilvanaba su silbido, en el sortilegio que le resultaba de sentir su cuerpo pequeño, untado al húmedo y viscoso ser de Arismateo.
Cuando llegaron, ella se dio cuenta de que el sabor de aire era distinto, bajó y subió la mirada, una y otra vez.
Aquel era un lugar raro, distinto a su casa. Era como estar bajo el agua sin agallas.
Entonces comprendió, volteó la mirada y dijo:
- ¿Dónde estamos?
Arismateo destapó el cántaro, tomó un trago y dijo:
- Hoy estamos perdidos, mañana enamorados, después, después no sé…éste es nuestro destino por no saber estar solos.

lunes, 25 de junio de 2007

Retórica del Beso Tres


Se soltó la lluvia y la luz que entraba por la ventana se desvaneció. Habíamos permanecido no sé cuántas horas ahí. Recuerdo a Horacio destapando las cervezas. Como buen borracho, un encendedor fue suficiente para liberar el líquido de aquellas botellas.
Marina, entre sus piernas escogía la yerba, apartándole las semillas que después tiraba al piso. Yo miraba el aguacero, indagando la nostalgia que me producían las lluvias desde chavito.
De un rato a otro, las cervezas, las bocanadas espesas y olorientas de aquellos cigarros, arrastraron la plática del gusto por los besos fructuosos de Marina y de las imágenes que Horacio traía fragmentadas en su cámara; hasta la posibilidad de revivir el concepto del amor sin cuerpo… sin sexo.
Horacio pidió que el mundo se negara la posibilidad ecuánime de la diferencia entre hacer el amor y coger. Argumentó en el placer la redención que eleva al hombre de su entorno.
Marina le dio la razón acercándole su boca, de la que salió aquella lengua ávida y frágil. El beso duró más de lo previsto, quizá por el efecto de la yerba o por aquella tesis.
Mientras bebían de su saliva, tomé la libreta vieja de junto a la cama y dibujé un trazo mal hecho, simulando el estrujamiento de sus bocas. Entonces, me di cuenta que ella tenía los ojos abiertos. Seguía besándolo, dibujando remolinos con sus dedos, desde la nuca hasta el cuello de aquel fotógrafo amateur.
Después, saltó su mirada hasta donde estaba sentado.
Me miró fijamente y liberándose de la boca de Horacio, me dijo.
- ¡Ya vez que es fácil!
Me llamó a su lado y fui.
Entonces, después de darle un trago largo a la última cerveza, ella tomo la palabra y dijo que era muy fácil engañar al cuerpo. Afirmó que la verdad profetizada por Horacio era por mucho aceptable, pero que tenía que ir más allá.
- La diferencia entre el Alma y el Espíritu son mínimos, más cuando el Cuerpo se interpone entre los dos. Es como si los tres estuviéramos sentados en el mismo sillón. Yo en medio de los dos sería el Cuerpo. (asentó con el cigarro en la mano.)
- Más que apartar el compromiso del placer, debemos gozar el Cuerpo, después, ¡Después que se vaya a la verga lo que dice Horacio! (y soltó una carcajada.)
Entonces, Marina se quitó el trapo que le entibiaba el cuello y se lo puso a Horacio en la cabeza; tapándole los ojos. Desabotonó su camisa y siguió besándolo. Mientras lo hacía, su mano desabrochó mis pantalones y me acarició el pubis.
El beso que inició en la boca de Horacio bajó por el cuello y se alojó en el contorno de sus pezones, que para ese momento ya estaban erectos, como mi verga.
Marina se apartó de nuevo y se fue contra mí. Su boca tibia sabía a todo, menos a silencio y estaticidad. Tenía el sabor espeso de él en su lengua. Su mano seguía hurgando dentro de mis pantalones, que para entonces ya no los sentía. No necesité de un trapo mal amarrado en la cabeza para anular el cuadro de nuestras figuras.
Cuando abrí los ojos, me di cuenta que Horacio también pasaba gruesos tragos de saliva, mientras Marina ondulaba el movimiento de sus manos, desde mi verga hasta de él.
Parecía disfrutar su didáctica, en la retórica lenta de nuestros cuerpos embrutecidos aquel medio día. Con la boca desocupada, Marina se acercó a mi oído y después de lamerlo, me arrinconó poco a poco, hasta que tuve muy cerca la boca de Horacio. No desocupó sus manos.
Me hizo besarlo.
El placer que humedecía las manos de Marina, arrancó los temblores de nuestras espaldas, y los arrastró hasta la cavidad del beso. Cambié el nombre y la boca gruesa y áspera de Horacio, por la mano sabia de Marina que se ocupaba de mí.
Después de que Horacio dejó de mover su lengua dentro de mi boca, ella le desnudó la cabeza, liberando su mirada.
Marina repetía, indagando con su lengua los sabores de mi boca. Mientras lo hacía, tomó a Horacio por la nuca y lo acercó tanto, que sus alientos agitados no alcanzaban a salir cuando ya rondaban aquel beso.
Él sólo llevó su lengua al espacio vacío de nuestras bocas. Queriendo poseer la oquedad de nuestros cuerpos cuando escurría su saliva, con sus manos sujetando y empujando hasta abajo las de Marina, que mantenía nuestras vergas fuera del pantalón.
En ese momento, descubrí que mi boca podía encubar dos lenguas y a los seres extrasiados que las orquestaban. Supe que Marina era dueña de la teoría más cierta del hedonismo.
Ese día aprendí que es muy fácil engañar al cuerpo y que lo demás, ¡lo demás vale verga!

jueves, 21 de junio de 2007

Relatería Oaxaqueña

HISTÓRIA. La siguiente secuencialidad de textos, es un trabajo que realizó el autor de los mismos en una cantina de dudoso haber (el tugurio no tenía nombre, llamémosla así: la Cantina sin Nombre). Fue en la ciudad de Oaxaca, donde el 20 de Mayo del presente año, terminó bebiendo cerveza negra y unos tragos de mezcal, habiendo resultado lo que aquí se les presenta.


PERRA. Abre la puerta y camina hasta la barra. Le pregunta al cantinero dónde está. Él no sabe y se lo jura por su Madre. Ella, desesperada e incrédula, recorre la cantina entera nomás con la mirada. Mueve los ojos con impertinencia y tras el fallo de su búsqueda, suelta en llanto.
Eusebio, el despachador de cervezas, la toma del hombro y le dice:
- Lucrecia, pa´ qué lo buscas aquí, si hace un mes que te dejó para irse con la Josefina.

CERVEZA. La cerveza me relaja con la suavidad de un beso y con la furia del sexo. Es casi invisible su efecto (tan promiscuo que me aturde de a momento). Entiendo los espacios y los colores, en cantinas lúgubres y melancólicas, donde no habita mayor ruido que el del domingo…ese silencio ensordecedor que consume trago a trago la intención del momento; del acto propio de navegar sin alas, en barcos anchos y espesos como éste.

CANTINERA. ¿De qué madera están hechas las mesas de cantinas como ésta? Debe ser del árbol más fuerte o del más joven y aguantador, para soportar en cuatro patas la soledad de un borracho o el desamor del mundo entero, que sirve copa a copa, aquella mujer.


Primero

INICIO. Inicio con un beso mal prensado. Colgado del tubo salado que sostiene el autobús que me pasea. Pregunto si la luna es de queso panela o del queso que se anida entre los dedos del pie. Inicio loco, con la idea del color. Por que he de decirte que me gusta el verde, el rojo y el azul. Que me cuezan en leña verde, no más pa´ ver si de a de veras truena el chicharrón. Son las dos con veinte.