miércoles, 27 de junio de 2007

Martina

Dicen que la añoranza y la pretensión,
son hijas legítimas de la insatisfacción.

Que uno no es más sin el cuerpo a medias,
sin la mente intranquila y evaporada.
El cuerpo, el sexo, la mano del hombre y el ojo de Dios;
es lo más dulce y trágico que tenemos nosotros,

los que decimos estar vivos.
(Benjamín )

Cada mañana, Martina salía de su capullo de lana y madera verde. Olorosa a leña de bracero recién apagado, subía treinta y siete escalones hasta llegar a la cúpula de talavera.
Cuando el cielo estaba encapotado, Martina sólo recogía sus brazos y se quedaba así, un día, cinco lunas, un año. El tiempo necesario para regar su tristeza, en el vacío inmenso que desvestía la luna después del aguacero.
Martina se despierta a media noche. No le gustan las natas sobre el bolillo chamuscado que le enseñaron a desayunar. Prefiere salir al patio. Ahí se sienta sobre una piedra, espera cuatro o nueve libélulas: grandes, verdes, amarillas, rojas, carnudas.
Les quita sus alas, las guarda en el mandil y las cocina con manteca y tlanepa.
No sabe cuántos años tiene.
Cuando nació, el padre de Martina se encargó de que siempre lloviera los jueves por la noche. Danzaba o copulaba con la madre, siempre en busca del agua, de esos ventarrones que por la ventana adormecían a Martina.
Desde entonces, para conciliar el sueño, ella creyó en la humedad y el sonido de las lluvias, en vez de la leche tibia o sobaditas de azomiate.
Por alguna extraña razón, cada tres años, una de sus uñas crecía al disparejo de las otras. Cada que ocurría, se daba cuenta de que al cortarlas cambiaban su color.
Así, guardó cerca de trescientas cuarenta y ocho uñas, de todos colores; en un baúl, que con incrustaciones de ámbar, profetizaba el recelo de una caja de tiempo.
Un medio día, Martina sintió un fuerte dolor en la espalda. Se arrastró por el piso hasta llegar a su cama. Se envolvió en sus filetes de lana y se quedó dormida.
Al día siguiente, despertó convertida en una lánguida gota de rocío. No sabía el porqué de aquel sabor arenoso que le inundaba la boca.
En medio del desvarío, silbó de una manera tan hermosa y sutil, que de su jardín brotaron tres lombrices con escamas doradas y ojos turquesinos.
Al cuatro trago de saliva, volvió a llamar con el canto de su viento. Las lombrices, presurosas llegaron a posarse debajo de su cama, donde trenzadas se amaron, hasta descarnar una a una sus escamas.
Al verse desnudas, destruidas y avergonzadas, se arrastraron hasta llegar de nueva cuenta al jardín.
Ahí, se hundieron junto a un izote.
Martina parecía recuperar respiro a respiro la forma de su cuerpo. Entonces, del izote brotó un gran caracol, de un café casi tan hermoso y tan igual, como el de esas noches, cuando silenciosa, escuchaba tras la puerta de sus padres.
Con movimientos torpes, Arismateo, el caracol, subió hasta encontrarse con Martina, que desesperada lloró al verlo entrar. Entonces la tomó entre sus brazos de agua y tierra, y le ayudó a subir hasta su concha.
Encima de él, Martina gemía exorbitante.
Arismateo supo que la hora había llegado. Abrió el baúl y tragó cada una de las uñas. Recogió en un cántaro de leche las escamas doradas y entonó:
Canto húmedo y de tonalidades tristes, casi sepias.
Entonces, de su cuerpo rastrero, nacieron dos enormes alas azuladas. Arismateo abrazó el frágil cuerpo de Martina y voló…en el camino arrancó el ropaje de la niña.
Desnuda y con el frío de la noche, Martina le preguntó hasta dónde llegarían. Él no respondió. La abrazó fuerte y de un sólo tajo, arrancó un brazo, luego el otro.
Y así prosiguió, volando, aferrado al cuerpo mutilado de Martina, que para ese entonces, lloraba gruesas lágrimas de humo.
Martina sin sus brazos, hilvanaba su silbido, en el sortilegio que le resultaba de sentir su cuerpo pequeño, untado al húmedo y viscoso ser de Arismateo.
Cuando llegaron, ella se dio cuenta de que el sabor de aire era distinto, bajó y subió la mirada, una y otra vez.
Aquel era un lugar raro, distinto a su casa. Era como estar bajo el agua sin agallas.
Entonces comprendió, volteó la mirada y dijo:
- ¿Dónde estamos?
Arismateo destapó el cántaro, tomó un trago y dijo:
- Hoy estamos perdidos, mañana enamorados, después, después no sé…éste es nuestro destino por no saber estar solos.

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