lunes, 25 de junio de 2007

Retórica del Beso Tres


Se soltó la lluvia y la luz que entraba por la ventana se desvaneció. Habíamos permanecido no sé cuántas horas ahí. Recuerdo a Horacio destapando las cervezas. Como buen borracho, un encendedor fue suficiente para liberar el líquido de aquellas botellas.
Marina, entre sus piernas escogía la yerba, apartándole las semillas que después tiraba al piso. Yo miraba el aguacero, indagando la nostalgia que me producían las lluvias desde chavito.
De un rato a otro, las cervezas, las bocanadas espesas y olorientas de aquellos cigarros, arrastraron la plática del gusto por los besos fructuosos de Marina y de las imágenes que Horacio traía fragmentadas en su cámara; hasta la posibilidad de revivir el concepto del amor sin cuerpo… sin sexo.
Horacio pidió que el mundo se negara la posibilidad ecuánime de la diferencia entre hacer el amor y coger. Argumentó en el placer la redención que eleva al hombre de su entorno.
Marina le dio la razón acercándole su boca, de la que salió aquella lengua ávida y frágil. El beso duró más de lo previsto, quizá por el efecto de la yerba o por aquella tesis.
Mientras bebían de su saliva, tomé la libreta vieja de junto a la cama y dibujé un trazo mal hecho, simulando el estrujamiento de sus bocas. Entonces, me di cuenta que ella tenía los ojos abiertos. Seguía besándolo, dibujando remolinos con sus dedos, desde la nuca hasta el cuello de aquel fotógrafo amateur.
Después, saltó su mirada hasta donde estaba sentado.
Me miró fijamente y liberándose de la boca de Horacio, me dijo.
- ¡Ya vez que es fácil!
Me llamó a su lado y fui.
Entonces, después de darle un trago largo a la última cerveza, ella tomo la palabra y dijo que era muy fácil engañar al cuerpo. Afirmó que la verdad profetizada por Horacio era por mucho aceptable, pero que tenía que ir más allá.
- La diferencia entre el Alma y el Espíritu son mínimos, más cuando el Cuerpo se interpone entre los dos. Es como si los tres estuviéramos sentados en el mismo sillón. Yo en medio de los dos sería el Cuerpo. (asentó con el cigarro en la mano.)
- Más que apartar el compromiso del placer, debemos gozar el Cuerpo, después, ¡Después que se vaya a la verga lo que dice Horacio! (y soltó una carcajada.)
Entonces, Marina se quitó el trapo que le entibiaba el cuello y se lo puso a Horacio en la cabeza; tapándole los ojos. Desabotonó su camisa y siguió besándolo. Mientras lo hacía, su mano desabrochó mis pantalones y me acarició el pubis.
El beso que inició en la boca de Horacio bajó por el cuello y se alojó en el contorno de sus pezones, que para ese momento ya estaban erectos, como mi verga.
Marina se apartó de nuevo y se fue contra mí. Su boca tibia sabía a todo, menos a silencio y estaticidad. Tenía el sabor espeso de él en su lengua. Su mano seguía hurgando dentro de mis pantalones, que para entonces ya no los sentía. No necesité de un trapo mal amarrado en la cabeza para anular el cuadro de nuestras figuras.
Cuando abrí los ojos, me di cuenta que Horacio también pasaba gruesos tragos de saliva, mientras Marina ondulaba el movimiento de sus manos, desde mi verga hasta de él.
Parecía disfrutar su didáctica, en la retórica lenta de nuestros cuerpos embrutecidos aquel medio día. Con la boca desocupada, Marina se acercó a mi oído y después de lamerlo, me arrinconó poco a poco, hasta que tuve muy cerca la boca de Horacio. No desocupó sus manos.
Me hizo besarlo.
El placer que humedecía las manos de Marina, arrancó los temblores de nuestras espaldas, y los arrastró hasta la cavidad del beso. Cambié el nombre y la boca gruesa y áspera de Horacio, por la mano sabia de Marina que se ocupaba de mí.
Después de que Horacio dejó de mover su lengua dentro de mi boca, ella le desnudó la cabeza, liberando su mirada.
Marina repetía, indagando con su lengua los sabores de mi boca. Mientras lo hacía, tomó a Horacio por la nuca y lo acercó tanto, que sus alientos agitados no alcanzaban a salir cuando ya rondaban aquel beso.
Él sólo llevó su lengua al espacio vacío de nuestras bocas. Queriendo poseer la oquedad de nuestros cuerpos cuando escurría su saliva, con sus manos sujetando y empujando hasta abajo las de Marina, que mantenía nuestras vergas fuera del pantalón.
En ese momento, descubrí que mi boca podía encubar dos lenguas y a los seres extrasiados que las orquestaban. Supe que Marina era dueña de la teoría más cierta del hedonismo.
Ese día aprendí que es muy fácil engañar al cuerpo y que lo demás, ¡lo demás vale verga!

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